La eficacia de su trabajo se desluce por su indisimulada antideportividad. Es vanidoso y provocador. Hizo del Oporto una máquina eficaz, pero al mismo tiempo un equipo cargado de mañas y suciedades, decididamente desagradable como espectáculo. Ahora en Inglaterra ha alborotado el trato entre sus iguales, que generalmente se había mantenido en términos de cortesía. Ha tenido refriegas con Ferguson y con Wenger, ha tocado, contra toda norma, a Andy Cole, ha resuelto de la manera más odiosa posible la situación que le planteaba tener un jugador cocainómano en su equipo y ahora lanza un grosero desprecio al Barça.
Esas bravatas y desplantes que emponzoñan el ambiente delatan una personalidad frágil e insegura, una especie de resentimiento sin causa conocida que ni el éxito consiguiera borrar. Sus borderíos son más lamentables todavía en el fútbol inglés, porque en aquel país se mantiene, por encima de hoolligans y de gamberradas de sus jugadores, un culto a los viejos valores del deporte que allí mismo inventaron. Frente a aquel viejo estilo, Mourinho es un perfecto extraño.
Esas bravatas y desplantes que emponzoñan el ambiente delatan una personalidad frágil e insegura, una especie de resentimiento sin causa conocida que ni el éxito consiguiera borrar. Sus borderíos son más lamentables todavía en el fútbol inglés, porque en aquel país se mantiene, por encima de hoolligans y de gamberradas de sus jugadores, un culto a los viejos valores del deporte que allí mismo inventaron. Frente a aquel viejo estilo, Mourinho es un perfecto extraño.
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